14 marzo 2007

En días como este...







-¿Falta mucho?



Preguntó fastidiada, era la tercera vez que lo hacía en la última media hora. Y sólo era sólo una forma de ser irónica, deseaba que Juan se sintiera peor que ella en ese momento.

Un brillante riachuelo de sudor se desprendió de la nuca de Juan, iniciando un camino que desembocaba en su cuello moreno, mojando la espalda, los hombros, dejándose beber por la camisa de tela ligera, esa tela tan fácil de maltratar y arrugarse.
-¿No te da cosa sudar así?

Su rostro se encontraba mojado y con el cabello pegado a la cara. Podían abrir las ventanillas para refrescar un poco el ambiente, pero hubiera sido un error, ya que el polvo suelto se alzaba entusiasmado con la idea de entrar y atorarse en cada rincón del pequeño automóvil color rojo.

-¡Dios mío! Si yo estuviera en tu lugar ya hubiera buscado algo, no sé, algún desodorante, un talco. Alguna cosa debe existir para que dejes de sudar tan a lo bestia.

Un par de horas atrás se habían detenido para estirar las piernas y fumar un cigarrillo con la esperanza de aligerar la tensión. De nada había servido. Ante ellos la carretera se perdía en un árido camino de polvo y sol. Habían salido desde las cinco de la mañana (Juan quería aprovechar el día), y se suponía que para las nueve ya estarían metidos en algún pozo de aguas termales, o instalándose en la cabaña que los alojaría por el fin de semana.

-¿Y perder media hora como pendejos? Deberías saber que ya estoy hasta la madre de tu dichoso paseíto.

Juan tragó saliva e inició un movimiento destinado a encender la radio, pero se detuvo a medio camino, hubiera sido darle a Silvia una herramienta más para molestarlo. Y entonces sería demasiado, entonces quizá ya no podría seguir en el papel de esposo tolerante, y discutirían a gritos, se llamarían de cualquier manera, y todo se iría dulcemente al infierno. Juan lo que buscaba era precisamente otra cosa. Y para conseguirlo tenía que ser paciente, cuidadoso. El médico le había dicho que Silvia tendría momentos así, de acusada inestabilidad emocional. Juan debía ser comprensivo, ella estaba muy resentida; después de todo el asunto de su infidelidad no sólo había sido cosa seria, sino también detonante del intento de suicidio de su frágil mujercita, incapaz de tener hijos. Suspiró sintiéndose culpable. Después de todo amaba a Silvia, y en realidad para él no importaba tanto si tenían hijos o no. De hecho, esa no había sido la causa de su infidelidad, se trataba de otra cosa, algo en la forma en que su esposa presionaba la pasta de dientes y ordenaba los libros, un no sé qué en su forma de besar, en su sonrisa burlona. Recordó con sarcasmo que el objetivo de "el paseíto" era resanar la relación.

Pero además hay que tener en cuenta que hace un calor de los infiernos, y esa es la causa principal de la agresiva desesperación de Silvia, del fastidio blindado de Juan. La ropa se pega a la piel, incluso en las partes más íntimas, y con sus pliegues apelmazados se vuelve un sutil tormento; por si fuera poco Silvia se encuentra menstruando, y la sensación de incomodidad la hacen sentir sucia; además el polvo alborota alrededor del auto y el sol es una mancha ardiente que lastima los ojos; el interior del auto está cargado con esa atmósfera dulzona y pesada producto de la combinación del sudor, el plástico, el perfume y el desodorante del auto. A esto permitámonos añadir la tensión, un puñado de navajas afiladas para llenar el espacio vacío entre la pareja.

-Podrías intentar ser menos agresiva.
-Podrías intentar de una puta vez llegar al pueblo al que quieres llevarnos.
-Jalpeg.
-Lo que sea.

Juan había encontrado en alguna oficina un folleto a colores sobre Jalpeg, un pueblo colonial con balneario de aguas termales, cuevas, cascadas y ríos. En el folleto decía también que se rentaban cabañas muy bien equipadas a precios bastante razonables, y al menos las fotografías eran también bastante prometedoras. Juan se había sentido afortunado por encontrar ese folleto, el único, aunque le parecía raro no encontrar en él ningún teléfono dónde pedir informes, o al menos el logotipo de alguna promotora turística, aunque pensándolo bien era un detalle muy propio del tipo de publicidad que manejaban. El folleto anunciaba además que puesto que Jalpeg no aparecía en ningún mapa, representaba el lugar ideal para quien deseara un descanso pleno de intimidad y belleza, lejos del estrés citadino. Se incluía un croquis que explicaba cómo llegar al pueblecillo, y era imposible perderse. Si uno iba por la carretera a Matehuala sólo había que tomar la desviación en el kilómetro 23, y ahí seguir derecho durante media hora.

Pero hacía tres horas que iban sobre la dichosa desviación.

-No entiendo cómo se te ocurrió la brillante idea de venir a un lugar que no conoces, del que nunca antes has oído hablar. Date cuenta dónde nos encontramos, Juan. Estamos en medio de la nada. No pudiste haber encontrado mejor lugar para que nos asalten o algo peor. Y con este calorcito de la chingada... ¿Para esta clase de pendejadas me hiciste levantar tan temprano en sábado?, como si no tuviera suficiente con...
-Basta.-Replicó Juan en voz baja e intensa. Había detenido el auto y con ambas manos sobre el volante miraba el tablero. Las venas del cuello y brazos delataban la ira contenida. Silvia había logrado su objetivo.

-Voy a dar vuelta y regresaremos a casa para olvidarnos de todo esto, ¿quieres? Incluso te dejaré sola, no sé, rento un cuarto de hotel, me voy a casa de un amigo, procuraré desaparecer un par de días. Sólo te pido que no vuelvas a decir una sola palabra el resto del camino, ¿entiendes? Ni una sola palabra.

Guardaron silencio, Juan seguía con las manos soldadas al volante y la mirada extraviada en su propia furia. Silvia se regocijaba interiormente, y aunque el calor era todavía insoportable, estaba contenta, había descargado algo del veneno tragado cuando intentó suicidarse.

-¿Ya viste?

Juan levantó la cabeza y miró por la ventanilla, vio un niño rubio, sin camisa, que caminaba en dirección a ellos.

-Podemos preguntarle si falta mucho para llegar -dijo Silvia emocionada.

Juan cerró los ojos y tragó bilis, eran ese tipo de detalles los que le habían animado a buscar otros brazos. Hubiera querido encender el auto y dar presurosa marcha atrás, pero después de todo el niño estaba ya muy cerca, y él no tenía nada que ver con sus problemas maritales.

-¿Van para Jalpeg?

Preguntó el niño antes de que Silvia pudiese bajar la ventanilla y abrir la boca.

-Sí amiguito, ¿falta mucho?
-Como 20 minutos sobre este camino. ¿Me pueden llevar con ustedes? Yo también voy para allá.

La mano de Silvia se cerró sobre la rodilla de Juan en un gesto que significaba "compláceme". Así que la puerta del auto se abrió y el pequeño, como de ocho años, pudo subir a la parte trasera del auto. Ninguno de los dos dejó de notar que el pequeño no parecía incomodo por el calor, a pesar de ir sin camisa; notaron también que la piel del niño no estaba sucia ni tostada por el sol, por el contrario, era una piel lozana y fresca, como si se tratara de un recién nacido. Juan pensó que quizá el niño pertenecía a un campamento de gitanos, o tal vez era el hijo de otros vacacionistas; no era posible que fuera habitante de la región, todos los vecinos a la redonda eran morenos y de ojos color miel, el pequeño los tenía azul claro.

-¿Cómo te llamas? -Preguntó Silvia, súbitamente animada con la presencia del niño.
-No lo sé, pero supongo que lo sabré más tarde. Por ahora sólo sé que estaba esperándolos.

Juan dirigió una mirada de reojo a su mujer, quien también sopesaba la enigmática respuesta del niño. Eran palabras que si bien no parecían tener sentido iban cargadas de un fuerte significado, además era un vocabulario nada común para alguien con esa edad.

El sol caía sin piedad sobre el camino desierto, asando el automóvil de Juan, colorado insecto mecánico. Era un día violento por naturaleza, de sangre hirviente y cosas que cobran vida bajo el malsano calor del eterno verano. Era un día como un incendio, como el infierno de dos personas unidas por cientos de minúsculas heridas. Y Juan, fastidiado al fin, sacó un cigarrillo, abrió la ventana y aspiró con fuerza la bocanada de humo y polvo.

-Tú vives en Jalpeg, ¿verdad? -Preguntó, mirando por el espejo retrovisor cómo el pequeño respondía afirmativamente con la cabeza -¿Y qué andabas haciendo hasta acá solo? Tus papas deben estar preocupados.
-Estaba esperándolos a ustedes.

Respondió el niño, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, como soñando despierto. Juan sonrió con labios torcidos, expresando así su opinión. Silvia tomó la caja de cigarrillos y encendió uno, miraba a su esposo como si esperará un reproche en cualquier momento, a la defensiva.

-¿No cree que hace un calor de locos, señor? -dijo el pequeño, todavía con los ojos cerrados- En días como este pasan cosas muy raras.
-Sé a lo que te refieres -respondió Juan, intentando sin éxito encender el auto, sin que le importase ocultar su enojo-. Cosas raras. Como perderse en la carretera, buscando un pueblo fantasma. ¿Y todo para qué? Para volverte loco, rodeado de locos, buscando salvar una relación que ya no existe porque hace mucho se fue a la mierda.
-Juan...

La mano de Silvia se volvió a posar sobre la rodilla de su esposo, pero esta vez era algo cálido. Su voz sonó suave, conciliadora. Pero Juan ya no podía detenerse.

-Sí jovencito, tiene usted razón. Son días como este los que desacreditan la vida y demuestran que lo mejor de uno es sólo basura.
-No me refiero a eso, señor. ¿Conoce usted la leyenda sobre el demonio que tenían los antiguos indios de esta región? Decían que una vez al año, en días como este, de un calor insoportable, el demonio regresaba a caminar sobre la tierra, que se encarnaba de una mazorca de maíz y tomaba forma humana.
-Cuántos años tienes, ¿eh?

Preguntó Juan. Silvia no podía dejar de mirar al niño, sin camisa, delgado, de cabello rubio, que en ese instante abría los ojos y mostraba una dentadura blanca, reluciente.

-No lo sé con exactitud, nunca me he preocupado por eso.
-Pues a mí me pareces muy chico para andar con esas historias de diablos que nacen de una mazorca y todo lo demás. Deberías preocuparte por no alejarte demasiado de tus padres.

Silvia guardaba silencio, sabía que Juan estaba muy enojado, de otra forma no estaría discutiendo tonterías con un niño desconocido. Y aunque le gustaba jugar con la paciencia de su esposo, también tenía miedo de forzar demasiado la cuerda, la perspectiva de perderlo era demasiado para ella. Precisamente por eso, en cuanto supo de las infidelidades de Juan, la inseguridad y el temor la habían llevado a las puertas del suicidio. Imaginaba que todo era culpa de su nula fertilidad, y sumergida en un mar de autocompasión se amargaba día con día. Pero en ese momento dedicaba toda su atención al pequeño que ocupaba el asiento trasero de su auto, no había podido evitar que su presencia le recordara su imposibilidad para engendrar.

-Yo no me preocupo por muchas cosas, señor. ¿Por qué habría de hacerlo? Es maravilloso sentir todo esto, el viento, el sol, la tierra bajo mis pies, el movimiento de mis propios músculos al caminar...

Silvia no pudo evitar, impulsada por el comentario, mirar los pies del pequeño. Pudo ver entonces que no sólo iba descalzo, sino que además un fino vello rubio cubría por completo sus pantorrillas y tobillos; los dedos de los pies, gruesos poseedores de amarillentas y afiladas uñas, se mostraban anormalmente grandes. Sin embargo Silvia se guardó el comentario, el niño la había sorprendido mirando y le dedicó una sonrisa inquietante.

-Además estaba esperándolos, señor. Eso es algo que no puede reprocharme.

Juan sonrió, no ganaba nada discutiendo con un niño fantasioso. Volvió a intentar encender el auto y arrojó el resto del cigarrillo por la ventana.

-Así como los antiguos indios esperaban al demonio año con año, yo los esperaba a ustedes. ¿No cree que es curioso, señor, que a todo lo que el hombre no entiende se le quiera atribuir origen sobrenatural? Podría no ser el demonio lo que cada año temían los indios.

El sudor seguía acumulándose en sus ropas, y esa sensación en la piel, desagradable, pegajosa. Un vientecillo ardiente se colaba por las ventanas, y el sol aun era esa herida supurante, roja. Juan había comenzado a sentirse incómodo con la presencia del pequeño, le molestaba esa soltura para hablar, la indiferencia que mostraba hacia el calor. En realidad le molestaba todo, que el auto no encendiera, que estuvieran en medio de Quiénsabedónde, que no pudiera dejar de ser la persona que era. Incluso le molestaba que el intento de suicidio de su esposa hubiera sido sólo eso, un intento.

-Bueno, ya sé que cuando hablan del demonio no se refieren a un diablo con cuernos y cola, sino a la encarnación del mal. Pero eso es una tontería, el mal no existe; hubo pueblos que esperaban los días como este llenos de emoción, listos para celebrar un ciclo más de fecundidad, el matrimonio entre la diosa madre tierra y el gran dios cornudo. Entonces también se hablaba de seres que aparecían en los caminos y extraviaban a los viajeros, o que violaban mujeres y enloquecían a quienes tenían la mala fortuna de encontrárselos; pero la gente de entonces no pensaba que se tratara de criaturas del mal, para ellos eran los hijos de la diosa madre tierra, los que una vez por año salen a experimentarlo todo, a saborear el gusto de la carne ajena y propia, a experimentar la condición humana... ¿Suena bien, no? Nada de cuentos sobrenaturales y demonios, únicamente la condición humana. Al menos a mí eso es lo que me sucede, no sé cómo tengo conocimiento de las cosas, cierro los ojos y todo llega de repente, como un recuerdo, como si antes ya hubiera estado aquí, pero todo es nuevo, cada sensación es un mundo desconocido que acrecienta mi apetito. Ustedes, por ejemplo, tienen un aroma violento, amargo, y por alguna razón que desconozco me estaban destinados. ¿No es eso una maravilla?

Silvia y Juan se miraron buscando la calma que otorga un terreno conocido, una cara tantas veces mirada, pulida por nuestros ojos hasta ser convertida en espejo; luego ambos miraron al niño. El auto se negaba a dar señales de vida.

-Bienvenidos a Jalpeg. Dijo el niño, con esa sonrisa de enormes dientes húmedos...
No sé quien es el autor de la foto con la que ilustro este post, si alguien sabe de quien es favor de avisarme para poner los créditos.

2 comentarios:

Lytta dijo...

Spuky!!!!!

no manches...

no se tu que creas ehh pero pa mi que algo malo les iba a hacer el niñito ehh...
si.. como que se me figuro que era el demonio que nacio de la mazorca...

jajajajaja
que imaginacion muchacho
que imaginacion..

y pa acabarla, ya pasan de las doce a ver si duermo del susto!!!!

Adriana dijo...

Wow!!!! sorprendete que puedad llevar un escrito con tanto detalle y mantener el interés. Me sonó a capítulo de dimensión deconocida… si gue escribiendo me latió muchisímo.